Chapel Of Love / The Dixie Cups
Por un lado está la luz de
un domingo invernal hinchado de sol y viento. Por otro lado nosotros, turistas
de nuestra propia mediana edad. Por encima y por debajo, incluso rodeándonos,
está la ciudad de Londres.
Bajamos desde Tower Hill
hasta que todo lo que vemos es la torre y el río. Se nota que el sol es un bien
preciado y las hormigas humanas pululan frenéticas arrastrando a sus espaldas
grandes bloques de tinieblas y algún pequeño pedazo de nostalgia.
Hay dos puertas: la grande
donde las manadas de españoles e italianos y asiáticos y otros esperan a ser
identificados y cobrados; y una pequeña garita donde algún parroquiano accede
al recinto de la torre. Hacia esa puerta nos dirigimos.
Desde el primer momento se
nota que no damos el perfil, demasiado bronceados, demasiado mediterráneos, la
cámara de fotos, nuestra informalidad dominical, mi pelo revuelto, la cola
apresurada de ella, cualquiera sabe qué es lo que más les choca. Empiezan las
preguntas, el registro de su bolso, las miradas educadas pero escrutadoras…
cada vez que decimos que queremos ir a la capilla sus cejas se disparan
pretendiendo volar por ese cielo azul que se erige como jaula gravitatoria.
Entramos finalmente, y sin
pagar un euro. El recinto de la torre es un laberinto de piedra expuesto a las
formaciones de visitantes que se arremolinan en torno a los guías disfrazados,
en su movimiento aleatorio pero inercial, en su papel inevitable.
Llegamos a la puerta de la
capilla y el beefeater que la
custodia deja claro que no somos bien recibidos. Nos explica, en un inglés que
suena como un martillo neumático perforando el asfalto, que va a empezar la
misa, que no podemos salir una vez iniciada, que hay que guardar silencio, que
nos vamos a aburrir, que es todo muy solemne y muy serio y cientos de excusas
más. Sonreímos, no hemos entendido nada, no sabemos nada, somos
insignificantes, solo queremos entrar. Coge la cadena la quita unos instantes
para que podamos pasar y vuelve a cerrar ante la llegada una japonesa que
parece buscar helechos entre las juntas del suelo de piedra. Estamos dentro.
La capilla se estira hacia
arriba alargando las vidrieras que filtran la luz exterior haciendo que todo
parezca una película de tony scott. Una veintena de feligreses, mayoritariamente
ancianos y rosados, se apretujan en los primeros bancos. Entra un sacerdote, el
organista y el coro. El organista lleva una coleta baja rollo steven seagal y
esta tan rojo que puede estallar en cualquier momento. Nos entregan un libro de salmos y otro de
cánticos; en unos rollos de madera que cuelgan de la pared, con letras y número
incrustados, se pueden identificar los que tocará leer o cantar ese mañana.
Y allí estamos nosotros,
fingiendo a ratos que leemos en voz alta, cantando de verdad otras veces,
observando como los haces de luz del exterior se congelan por la ralentización
del tiempo. Las motas de polvo tardan eones en atravesar el espacio sobre
nuestras cabezas mientras el sonido del coro, ahora a capela, mancha las
paredes con un tibio sobrecogimiento que empieza a humedecer nuestros pies
empapándolos de una luminiscencia ultrasónica. Mi corazón se debate entre
explotar o pararse, y entonces, sin que pueda hacer nada para detenerlo, ocurre
y pierdo la cabeza.
Ella es la primera en darse
cuenta y me pregunta donde la he puesto. Es inútil decirle que es imposible
recordar algo sin cabeza, que es imposible contestarle sin boca ni cuerdas
vocales.
La misa termina, el pastor
se va despidiendo uno por uno de sus feligreses hasta que su trabajada sonrisa se torna
una mueca vibrante cuando llega mi turno. Salimos de allí. El sol de mediodía
es como un airbag inflado que nos impide avanzar con una dirección firme. Ella
me agarra con fuerza mientras sus lágrimas se deslizan por las murallas hasta
precipitarse en el Támesis. La brisa, que no entiende de pasados, cruza, sin que
nada la frene, el volumen de aire que antes ocupaba mi cabeza y sigue su camino
buscando un lugar de menor presión atmosférica o una zona en la que poder levantar el
polvo.
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